Evangelio según San Juan 12,1-11.
Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales.
María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.
Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo:
«¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?».
Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella.
Jesús le respondió: «Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura.
A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre».
Entre tanto, una gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado.
Entonces los sumos sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro,
porque muchos judíos se apartaban de ellos y creían en Jesús, a causa de él.
Dar hospitalidad al Señor
Al recordar la condescendencia del Señor, que al final del día fue a la casa de Marta y María en Betania (cf. Jn 12,1-8), Gertrudis fue abrasada con un vivo deseo de dar hospitalidad al Señor.
Se aproximó a una imagen del Crucificado y besando con profundo sentimiento la herida del muy santo costado, hizo penetrar totalmente en ella el deseo del Corazón pleno de amor del Hijo de Dios. Le suplicó que se dignara descender en el pequeño e indigno hospedaje de su corazón, gracias al poder de todas las oraciones que habían salido de ese Corazón infinitamente manso. En su benignidad, el Señor, siempre cercano de quienes lo invoquen (cf. Sal 144,18), le hizo sentir su presencia tan deseada y dice con suave ternura: “¡Aquí estoy! ¿Qué vas a ofrecerme?” Ella: “¡Qué sea bienvenido mi única salvación y mi bien! ¿Qué digo? Mi único bien”. Agregó: “¡Lo lamento tanto! Mi Señor, en mi indignidad no preparé nada que pudiera convenir a su divina magnificencia. Pero ofrezco todo mi ser a su divina bondad. Llena de deseo, le suplico Señor, que se digne preparar en mí lo que pueda más agradar a su divina benignidad”. El Señor le dijo: “Si me concedes esta libertad tuya, dame la llave que me permita tomar y restablecer sin dificultad todo lo que desee por mi bien y refacción”. Ella entonces agregó: “¿Cuál es esta llave?” El Señor respondió: “Tu voluntad propia”.
Estas palabras le hicieron comprender que si alguien deseaba recibir al Señor como huésped, le debe consignar la llave de su propia voluntad, entregándose completamente a su perfecta complacencia y otorgando confianza absoluta a su suave benignidad para operar su salvación. El Señor entrará entonces en el alma, para cumplir en ella todo lo que requiere en su divina complacencia.